Juan Carlos Arañó
Universidad de Sevilla
La escritura y la imagen base de la (in)comunicación.


Las primeras formas de escritura que se conocen son iconográficas, se basan y derivan del tratamiento y gestión de las imágenes. Nacen de un impulso conceptual, de una voluntad de enunciar proposiciones en el interior de las propias prácticas iconográficas. El arte fue una forma de “escribir” el mundo, no solo de describir su apariencia externa (el cubismo trató de manifestar la expresión de la estructura interna de las cosas sobre la apariencia formal exterior como un valor de mayor interés esencial). En el siglo XIX se tuvo que recurrir al descubrimiento de la estilización diagramática para dar soluciones heurísticas, teóricas y metodológicas a la ciencia, como un modo de superar las limitaciones del lenguaje “natural”, para describir comprensivamente las relaciones exactas y complejas que imponía la ciencia positivista.

En la cultura occidental las palabras designan directamente a los conceptos abstractos y a ellos llegamos operando, a su vez, conceptos más referenciales (E. Eisner,1992), mientras que en culturas orientales, como la china, el concepto llega después de operar combinaciones de señales pictográficas que establecen relaciones entre ellas.

La gran diferencia de nuestra época respecto a otras anteriores es que la mayor parte de las imágenes son las llamadas técnicas, es decir, las que son producidas de manera automática y programática, por medio de una máquina que las codifica. La característica esencial de las imágenes técnicas es su cualidad inherente de materializar determinados conceptos que orientaran la construcción de las máquinas que les dan forma. Flusser dice que transforman los conceptos en escenas. Con la invención del ordenador personal, las imágenes técnicas se han revelado como el resultado de un proceso de codificación icónica de determinados conceptos científicos en producción generalizada y particular. Ha entronizado la posibilidad de crear imágenes tan parecidas a la fotografía que hacen difícil la distinción entre ambas.

Esta es la razón por la que la imagen técnica no puede corresponder a una representación cándida del mundo. Se interponen dispositivos de transmutación abstracta. Los conceptos de formalización científica, que posibilitan el funcionamiento de máquinas semióticas tales como la cámara fotográfica y la computadora, hacen que la intención actúe decisivamente en la modificación de la imagen (A. Machado, 2000).

  En la era de la automatización, el artista queda reducido a ser un simple operador de máquinas, un “funcionario” (V. Flusser, 1985) del sistema productivo, que no hace otra cosa sino cumplir las posibilidades previstas en el programa, elige entre las categorías disponibles en el sistema, aquellas que le parecen más adecuadas y con ellas construye su escena. Estas máquinas basan su capacidad fundamentalmente en el poder de repetición y lo que repiten hasta el agotamiento son los conceptos de la formalización científica junto al riesgo hipotético de que la repetición indiscriminada conduzca inevitablemente al estereotipo.

La verdadera tarea del arte debería ser, según Flusser, rebelarse contra toda esa automatización estúpida, contra esa robotización de la consciencia y de la sensibilidad, para poder plantear otra vez las cuestiones de la libertad y de la creatividad en el contexto de una sociedad cada vez más informatizada y cada vez más dependiente de la tecnología. Las posibilidades de la máquina, aunque tremendamente amplias, están limitadas en número. El artista lucha por desviar la máquina de su función programada y, por extensión, para evitar la redundancia y favorecer la producción inventiva en su poética. En vez de someterse simplemente a un cierto número de potencialidades impuestas por el aparato técnico, la cuestión podría residir en invertir continuamente la función de la máquina. Se podría tratar de manejarla en el sentido contrario a su productividad programada.

Aparatos, procesos y soportes posibilitados por las nuevas tecnologías repercuten, como bien lo sabemos, en nuestro sistema de vida y de pensamiento, en nuestra capacidad imaginativa y en nuestras formas de percepción del mundo. Una parte importante de la función del arte reside en manifestar todas esas consecuencias, en sus aspectos grandes y pequeños, positivos y negativos, volviendo explícito lo que en manos de los funcionarios de la producción quedaría sólo latente, desapercibido o enmascarado. Esa actividad es fundamentalmente contradictoria: por un lado, se trata de repensar el propio concepto de arte por la tecnología; por otro, de tornar también sensibles y explícitas las finalidades implícitas en gran parte de los proyectos tecnológicos, sean de naturaleza bélica, policial o ideológica. El arte sitúa hoy a los humanos ante el desafío de elegir vivir libremente en un mundo programado por máquinas: “Apuntar al camino de la libertad es la única revolución posible” (V. Flusser, 1985).

Pero si queremos comprender verdaderamente los cambios más profundos que la informática promueve en la actualidad, incluso en los terrenos más resistentes de la cultura y de las ciencias humanas, tenemos que centrar nuestra atención en los aspectos estructurales de esa intervención, en aquellos puntos donde la interrupción de la computadora y de la telemática provoca una redefinición de lo que hasta ahora llamábamos cultura y conocimiento.

Al principio, fue la imagen y no la palabra. La racionalidad no es solo literaria, pensamos con imágenes; hasta cualquier científico (físico, químico, matemático...) razona esencialmente a través de diagramas, pero nuestros pensamientos incluyen, además, la emoción y los sentimientos (E. Eisner, 1992).

La reflexión, por lo tanto, invoca al cuerpo como un todo e incluso hasta su entorno. De aquí que se puede afirmar sin lugar a error, que el pensamiento, la racionalidad, la imaginación y la afectividad son por naturaleza “multimediáticos” y se influyen y contaminan mutuamente. La gran novedad de la informática reside en la posibilidad de reunir en un único medio y soporte al resto de los otros medios y de atraer a todos los sentidos y lo hace de una forma integral, de manera que textos escritos, imágenes, sonidos o ruidos, gestualidad, texturas y todo tipo de respuestas corporales se combinan para constituir una modalidad discursiva holística.

Ahora las imágenes, los sonidos y los gestos participan, de la misma forma que la palabra escrita o hablada, del proceso integral de comprensión del mundo. Por este motivo, no está del todo fuera de lugar el postulado corriente según el cual el analfabeto de nuestro tiempo no es quien no sabe leer y escribir, sino aquel que no sabe articular un discurso multimediático pleno.

La informática permite también, además del incremento de los recursos expresivos, situarlos en una arquitectura combinatoria que vuelve al acto de pensar mucho más dinámico de lo que ha sido hasta ahora. En la hipermedia la relación entre palabras, las imágenes y los sonidos se da a través de “links”, o sea, por medio de procesos de asociación, que pueden incluso ser múltiples, probabilísticas o modificables por el lector.

Mientras que en la prosa discursiva clásica el fluir del pensamiento es casi siempre unívoco, fijo y rígidamente establecido por la linealidad de las frases y por la lógica secuencial de la argumentación, una aplicación de hipermedia ofrece, por el contrario, diferentes formas de navegación y de asociación de unidades, todas ellas igualmente legítimas. El vínculo expresivo de los diversos signos verbales, visuales, acústicos y táctiles que componen la aplicación permite establecer relaciones significantes entre ellos y, de esa manera, pasar de lo concreto a lo abstracto, de lo visible a lo invisible, de lo sensible a lo inteligible, de la postración a la demostración. En este sentido, una aplicación de hipermedia no expresa jamás un concepto cerrado; más bien se abre a la experiencia plena del pensamiento y de la imaginación, como un proceso vivo que se modifica sin cesar, que se adapta en función del contexto, y que finalmente juega con los datos disponibles.