Las primeras formas de escritura que se conocen son iconográficas,
se basan y derivan del tratamiento y gestión de las imágenes.
Nacen de un impulso conceptual, de una voluntad de enunciar proposiciones
en el interior de las propias prácticas iconográficas. El
arte fue una forma de “escribir” el mundo, no solo de describir
su apariencia externa (el cubismo trató de manifestar la expresión
de la estructura interna de las cosas sobre la apariencia formal exterior
como un valor de mayor interés esencial). En el siglo XIX se tuvo
que recurrir al descubrimiento de la estilización diagramática
para dar soluciones heurísticas, teóricas y metodológicas
a la ciencia, como un modo de superar las limitaciones del lenguaje “natural”,
para describir comprensivamente las relaciones exactas y complejas que
imponía la ciencia positivista.
En la cultura occidental las palabras designan directamente
a los conceptos abstractos y a ellos llegamos operando, a su vez, conceptos
más referenciales (E. Eisner,1992), mientras que en culturas orientales,
como la china, el concepto llega después de operar combinaciones
de señales pictográficas que establecen relaciones entre
ellas.
La gran diferencia de nuestra época respecto a otras
anteriores es que la mayor parte de las imágenes son las llamadas
técnicas, es decir, las que son producidas de manera automática
y programática, por medio de una máquina que las codifica.
La característica esencial de las imágenes técnicas
es su cualidad inherente de materializar determinados conceptos que orientaran
la construcción de las máquinas que les dan forma. Flusser
dice que transforman los conceptos en escenas. Con la invención
del ordenador personal, las imágenes técnicas se han revelado
como el resultado de un proceso de codificación icónica
de determinados conceptos científicos en producción generalizada
y particular. Ha entronizado la posibilidad de crear imágenes tan
parecidas a la fotografía que hacen difícil la distinción
entre ambas.
Esta es la razón por la que la imagen técnica
no puede corresponder a una representación cándida del mundo.
Se interponen dispositivos de transmutación abstracta. Los conceptos
de formalización científica, que posibilitan el funcionamiento
de máquinas semióticas tales como la cámara fotográfica
y la computadora, hacen que la intención actúe decisivamente
en la modificación de la imagen (A. Machado, 2000).
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En la era de la automatización,
el artista queda reducido a ser un simple operador de máquinas,
un “funcionario” (V. Flusser, 1985) del sistema productivo,
que no hace otra cosa sino cumplir las posibilidades previstas en
el programa, elige entre las categorías disponibles en el sistema,
aquellas que le parecen más adecuadas y con ellas construye
su escena. Estas máquinas basan su capacidad fundamentalmente
en el poder de repetición y lo que repiten hasta el agotamiento
son los conceptos de la formalización científica junto
al riesgo hipotético de que la repetición indiscriminada
conduzca inevitablemente al estereotipo.
La verdadera tarea del arte debería ser, según Flusser,
rebelarse contra toda esa automatización estúpida, contra
esa robotización de la consciencia y de la sensibilidad, para
poder plantear otra vez las cuestiones de la libertad y de la creatividad
en el contexto de una sociedad cada vez más informatizada y
cada vez más dependiente de la tecnología. Las posibilidades
de la máquina, aunque tremendamente amplias, están limitadas
en número. El artista lucha por desviar la máquina de
su función programada y, por extensión, para evitar
la redundancia y favorecer la producción inventiva en su poética.
En vez de someterse simplemente a un cierto número de potencialidades
impuestas por el aparato técnico, la cuestión podría
residir en invertir continuamente la función de la máquina.
Se podría tratar de manejarla en el sentido contrario a su
productividad programada. |
Aparatos, procesos y soportes posibilitados por las nuevas
tecnologías repercuten, como bien lo sabemos, en nuestro sistema
de vida y de pensamiento, en nuestra capacidad imaginativa y en nuestras
formas de percepción del mundo. Una parte importante de la función
del arte reside en manifestar todas esas consecuencias, en sus aspectos
grandes y pequeños, positivos y negativos, volviendo explícito
lo que en manos de los funcionarios de la producción quedaría
sólo latente, desapercibido o enmascarado. Esa actividad es fundamentalmente
contradictoria: por un lado, se trata de repensar el propio concepto de
arte por la tecnología; por otro, de tornar también sensibles
y explícitas las finalidades implícitas en gran parte de
los proyectos tecnológicos, sean de naturaleza bélica, policial
o ideológica. El arte sitúa hoy a los humanos ante el desafío
de elegir vivir libremente en un mundo programado por máquinas:
“Apuntar al camino de la libertad es la única revolución
posible” (V. Flusser, 1985).
Pero si queremos comprender verdaderamente los cambios
más profundos que la informática promueve en la actualidad,
incluso en los terrenos más resistentes de la cultura y de las
ciencias humanas, tenemos que centrar nuestra atención en los aspectos
estructurales de esa intervención, en aquellos puntos donde la
interrupción de la computadora y de la telemática provoca
una redefinición de lo que hasta ahora llamábamos cultura
y conocimiento.
Al principio, fue la imagen y no la palabra. La racionalidad
no es solo literaria, pensamos con imágenes; hasta cualquier científico
(físico, químico, matemático...) razona esencialmente
a través de diagramas, pero nuestros pensamientos incluyen, además,
la emoción y los sentimientos (E. Eisner, 1992).
La reflexión, por lo tanto, invoca al cuerpo como
un todo e incluso hasta su entorno. De aquí que se puede afirmar
sin lugar a error, que el pensamiento, la racionalidad, la imaginación
y la afectividad son por naturaleza “multimediáticos”
y se influyen y contaminan mutuamente. La gran novedad de la informática
reside en la posibilidad de reunir en un único medio y soporte
al resto de los otros medios y de atraer a todos los sentidos y lo hace
de una forma integral, de manera que textos escritos, imágenes,
sonidos o ruidos, gestualidad, texturas y todo tipo de respuestas corporales
se combinan para constituir una modalidad discursiva holística.
Ahora las imágenes, los sonidos y los gestos participan,
de la misma forma que la palabra escrita o hablada, del proceso integral
de comprensión del mundo. Por este motivo, no está del todo
fuera de lugar el postulado corriente según el cual el analfabeto
de nuestro tiempo no es quien no sabe leer y escribir, sino aquel que
no sabe articular un discurso multimediático pleno.
La informática permite también, además
del incremento de los recursos expresivos, situarlos en una arquitectura
combinatoria que vuelve al acto de pensar mucho más dinámico
de lo que ha sido hasta ahora. En la hipermedia la relación entre
palabras, las imágenes y los sonidos se da a través de “links”,
o sea, por medio de procesos de asociación, que pueden incluso
ser múltiples, probabilísticas o modificables por el lector.
Mientras que en la prosa discursiva clásica
el fluir del pensamiento es casi siempre unívoco, fijo y rígidamente
establecido por la linealidad de las frases y por la lógica secuencial
de la argumentación, una aplicación de hipermedia ofrece,
por el contrario, diferentes formas de navegación y de asociación
de unidades, todas ellas igualmente legítimas. El vínculo
expresivo de los diversos signos verbales, visuales, acústicos
y táctiles que componen la aplicación permite establecer
relaciones significantes entre ellos y, de esa manera, pasar de lo concreto
a lo abstracto, de lo visible a lo invisible, de lo sensible a lo inteligible,
de la postración a la demostración. En este sentido, una
aplicación de hipermedia no expresa jamás un concepto cerrado;
más bien se abre a la experiencia plena del pensamiento y de la
imaginación, como un proceso vivo que se modifica sin cesar, que
se adapta en función del contexto, y que finalmente juega con los
datos disponibles.
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