Juan Carlos Arañó
Universidad de Sevilla
Espacio y tiempo (re)actualizados.


Es indudable que nuestra época se está caracterizando por los cambios y la velocidad de relación interpersonal. Cualquier cosa se realiza en el supuesto de que no durará excesivo tiempo, el que necesite su consumidor o usuario, ni siquiera se pretende que la arquitectura tenga una duración más allá de dos generaciones y en nuestra movilidad incluimos planes que pueden implicar el llegar hasta cualquier rincón del planeta. Para mantener una actividad o colaboración con otros no es necesario el desplazamiento. Es más, éste puede realizarse de modo virtual. Lo que hace años exigía una preparación durante días y una puesta en práctica mayor, en la actualidad se puede realizar en el momento. Los conceptos sobre los que sustentamos toda concepción, espacio y tiempo, han transmutado sus valores y el modo en que consideramos todo (G. Kubler, 1988). Cuando pensamos globalmente, enviamos o recibimos información desde cualquier lugar, contenemos el conjunto de las realizaciones y saberes humanos en nuestras mentes y ordenadores, formamos parte del pensamiento mundial, en una actividad del mismo tipo.

La globalización es una de las condiciones psicológicas de la cibercultura, en tanto que marco de referencia y forma de expansión de la mente (D. Kerckhove, 1999).

Los cambios ya no proceden de los intereses generacionales. Incluso los problemas de adaptación a las necesidades llegan a ser los mismos para las distintas generaciones que conviven actualmente. Nos acostumbramos a tratar las cosas en situación presente, de tal forma que nos parece imposible entenderlas de otro modo o que hayan podido ocurrir o existir de otra manera. Resulta tan cotidiano y habitual hablar de Velázquez, como citar, prácticamente en el mismo renglón, a Shirin Neshat, sin prejuicios, como si ambos fueran colegas y tuvieran parecidos problemas artísticos, o participaran de cuestiones cotidianas similares. Sin considerar que nunca han tenido la oportunidad de conocerse personalmente, que tuvieron o les mueven distintos estímulos y preocupaciones, que les separan tres siglos y que no sólo les distancia un contexto social e histórico diferente, sino cultural y, por tanto, sus planteamientos estéticos no se parecen.

Por otro lado, nuestro mundo ha dado prevalencia a los sistemas de información, comunicación y relación personal, de tal modo que podemos afirmar sin reservas que nuestra cultura se sustenta sobre una creencia: la superioridad y poder de la palabra, especialmente de la escrita, llegando a poder hablar de una “literolatría” o culto al libro y a la letra (A. Machado, 2000).

Sin embargo, el mundo postmoderno actual parece caracterizarse por una nueva iconoclasia en la que la imagen ha venido a suplantar a la letra como instrumento principal para la difusión de los mensajes, como “un enorme simulacro fotográfico” (F. Jameson, 1998). Y aunque podemos asegurar que las imágenes todavía no terminan de desplazar a la palabra, especialmente en cuanto a uso cualitativo, se puede afirmar que están presentes en todos los lugares, invaden su pregnancia ideológica, apartan a la civilización de la escritura, erradican el gusto por la literatura, anunciando un nuevo analfabetismo y la muerte de la palabra (A. Machado, 2000). O como dice Baudrillard (1985) la actual hegemonía de los medios están produciendo una “desrealización fatal” (algo que comienza con una constitución de un mundo aparte) del mundo humano y su sustitución por una “meta-realidad” interesada, una ficción de la realidad alucinatoria y alienante.

Es evidente que hoy se producen más imágenes que escritos; el capitalismo decimonónico producía y acumulaba mercancías como riquezas y el actual produce y acumula imágenes. La imagen se utiliza para todo, no solo invade los recursos de comunicación y relación, sino que forma parte del “pan y del circo” más selecto que los nuevos emperadores ofrecen a la masa para su diversión, control y alienación en versión individual y/o grupal.