Es indudable que nuestra época se está caracterizando por
los cambios y la velocidad de relación interpersonal. Cualquier
cosa se realiza en el supuesto de que no durará excesivo tiempo,
el que necesite su consumidor o usuario, ni siquiera se pretende que la
arquitectura tenga una duración más allá de dos generaciones
y en nuestra movilidad incluimos planes que pueden implicar el llegar
hasta cualquier rincón del planeta. Para mantener una actividad
o colaboración con otros no es necesario el desplazamiento. Es
más, éste puede realizarse de modo virtual. Lo que hace
años exigía una preparación durante días y
una puesta en práctica mayor, en la actualidad se puede realizar
en el momento. Los conceptos sobre los que sustentamos toda concepción,
espacio y tiempo, han transmutado sus valores y el modo en que consideramos
todo (G. Kubler, 1988). Cuando pensamos globalmente, enviamos o recibimos
información desde cualquier lugar, contenemos el conjunto de las
realizaciones y saberes humanos en nuestras mentes y ordenadores, formamos
parte del pensamiento mundial, en una actividad del mismo tipo.
La globalización es una de las condiciones psicológicas
de la cibercultura, en tanto que marco de referencia y forma de expansión
de la mente (D. Kerckhove, 1999).
Los cambios ya no proceden de los intereses generacionales.
Incluso los problemas de adaptación a las necesidades llegan a
ser los mismos para las distintas generaciones que conviven actualmente.
Nos acostumbramos a tratar las cosas en situación presente, de
tal forma que nos parece imposible entenderlas de otro modo o que hayan
podido ocurrir o existir de otra manera. Resulta tan cotidiano y habitual
hablar de Velázquez, como citar, prácticamente en el mismo
renglón, a Shirin Neshat, sin prejuicios, como si ambos fueran
colegas y tuvieran parecidos problemas artísticos, o participaran
de cuestiones cotidianas similares. Sin considerar que nunca han tenido
la oportunidad de conocerse personalmente, que tuvieron o les mueven distintos
estímulos y preocupaciones, que les separan tres siglos y que no
sólo les distancia un contexto social e histórico diferente,
sino cultural y, por tanto, sus planteamientos estéticos no se
parecen.
Por otro lado, nuestro mundo ha dado prevalencia a los
sistemas de información, comunicación y relación
personal, de tal modo que podemos afirmar sin reservas que nuestra cultura
se sustenta sobre una creencia: la superioridad y poder de la palabra,
especialmente de la escrita, llegando a poder hablar de una “literolatría”
o culto al libro y a la letra (A. Machado, 2000).
Sin embargo, el mundo postmoderno actual parece caracterizarse
por una nueva iconoclasia en la que la imagen ha venido a suplantar a
la letra como instrumento principal para la difusión de los mensajes,
como “un enorme simulacro fotográfico” (F. Jameson,
1998). Y aunque podemos asegurar que las imágenes todavía
no terminan de desplazar a la palabra, especialmente en cuanto a uso cualitativo,
se puede afirmar que están presentes en todos los lugares, invaden
su pregnancia ideológica, apartan a la civilización de la
escritura, erradican el gusto por la literatura, anunciando un nuevo analfabetismo
y la muerte de la palabra (A. Machado, 2000). O como dice Baudrillard
(1985) la actual hegemonía de los medios están produciendo
una “desrealización fatal” (algo que comienza con una
constitución de un mundo aparte) del mundo humano y su sustitución
por una “meta-realidad” interesada, una ficción de
la realidad alucinatoria y alienante.
Es evidente que hoy se producen más imágenes
que escritos; el capitalismo decimonónico producía y acumulaba
mercancías como riquezas y el actual produce y acumula imágenes.
La imagen se utiliza para todo, no solo invade los recursos de comunicación
y relación, sino que forma parte del “pan y del circo”
más selecto que los nuevos emperadores ofrecen a la masa para su
diversión, control y alienación en versión individual
y/o grupal.
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